lunes, 14 de abril de 2008

LOS MÁGICOS


ESTA NOVELA PUEDE SER LA HISTORIA DE UNO CUALQUIERA DE LOS BARONES COLOMBIANOS DE LA DROGA, DE VARIOS… O DE NINGUNO


LIBRO UNO

1

Mario Bedoya se sentía satisfecho y muy contento en su nuevo trabajo. Hacía un mes que estaba desempeñando las funciones de jefe de cartera en una importante empresa distribuidora de confecciones y el gerente, esa misma mañana, después de felicitarlo por la manera tan eficiente como estaba ejerciendo sus labores, le había anunciado su intención de enviarlo, en misión de cobros, a las principales ciudades del país.


La noticia la recibió muy gratamente, ya que como la mayoría de colombianos de escasos recursos económicos, poco había visitado a su patria. Sólo conocía unos pocos municipios del departamento de Antioquia y a Medellín, la capital, donde residía.


Gracias a que su padre, profesor de estudios secundarios al servicio del Estado, trabajó en varios institutos de educación oficial, ubicados en distintas regiones del departamento, y en cada traslado arrastraba tras de sí a su familia, conocía varios municipios de Antioquia.


Ahora, en su nueva posición, se le ofrecía a Mario la oportunidad de conocer las principales ciudades de su país, Colombia.


-Me visita a Barranquilla, Bogotá, Cali y Pereira, -le dijo el gerente-. Este recorrido lo debe hacer en dos semanas. Bogotá, la capital del país exige por lo menos ocho días de duro trabajo. Le recomiendo que organice el viaje de tal manera que el fin de semana lo pueda pasar aquí, en Medellín, con su familia.


Buenas razones tenía Mario para sentirse a gusto en su nuevo trabajo. El salario era superior al que devengaba donde anteriormente prestaba sus servicios. A esto se agregaba el no despreciable aliciente de viajar, aunque fuera en plan de negocios.


Sin embargo, no todo era miel sobre hojuelas. No se explicaba por qué su auxiliar y la jefe de la sección de contabilidad, le manifestaban una muy disimulada y soterrada hostilidad. “Tal vez se debe a que todavía no nos hemos acoplado mutuamente, pero esto el tiempo se encargará de solucionarlo”, pensaba.


De su profunda abstracción lo sacó el atronador ruido que producían las turbinas de un avión a reacción que maniobraba en el aeropuerto Olaya Herrera, cuya vecindad era otra de las pequeñas molestias de su nuevo trabajo.


Otro pequeño inconveniente era tener que tomar dos buses, a mañana y tarde, para trasladarse a su hogar en el barrio Buenos Aires. Esta molestia se la evitaba a mediodía, pues gracias a la jornada continua, almorzaba en una cafetería cercana, a veces agradablemente acompañado por Adriana, la recepcionista de la empresa.


Ambos fueron contratados con poca diferencia de tiempo, por lo que habían hechos buenas migas desde un principio. Ella era atractiva, simpática y buena conversadora. Varios fines de semana los habían pasado juntos, disfrutando de sencillas diversiones como el cine y fiestas familiares, ya que el magro presupuesto de ambos no les permitía diversiones tan onerosas como discotecas, grilles o restaurantes de lujo. Sonrió al recordar a su compañera y, tal vez, futura novia, con la que precisamente había acabado de almorzar, y se concentró en su trabajo.


En la recepción, Adriana estaba muy ocupada pues el conmutador no cesaba de repicar. Tan atareada estaba, que no se dio cuenta cuando al frente de la puerta de la empresa estacionó un vehículo del que descendieron cuatro hombres. Dos entraron. Los otros dos esperaron afuera, lanzando aprensivas miradas para todos lados.


-Buenas tardes –saludó Adriana- ¿Con quién desean hablar?


-Gracias, señorita –contestó uno de ellos-. ¿Aquí trabaja el señor Mario Bedoya?
-Sí, aquí trabaja –confirmó ella.


-¿Está en su oficina? –preguntó secamente el hombre.


-Sí, ¿les anuncio su visita? –preguntó amablemente.


-No es necesario, señorita, él nos está esperando –interrumpió bruscamente el hombre-. ¿Dónde queda su oficina?


-La segunda puerta a la derecha –indicó Adriana, señalando un corredor.


-Gracias –contestaron al unísono los dos hombres e inmediatamente siguieron las indicaciones de la recepcionista.


Ella los observó cuando se alejaban y no dejó de sentirse temerosa, pues notó que a ambos hombres les sobresalían sendos bultos a la altura de cintura, seña indudable de que portaban armas de fuego.


-¿Quién es Mario Bedoya? –preguntó en tono áspero, uno de los hombres.


-Yo, ¿En que les puedo servir?


-¡En mucho! –Gritó el hombre- pertenecemos a la policía judicial… ¡Está usted detenido!... ¡Acompáñenos!


Cuando bramó, extrajo de su bolsillo una carterita, que abrió y colocó en las narices de Mario, para que éste pudiera apreciar la placa que confirmaba su identificación.


Mario no vio la placa. Se lo impidió el pánico que lo estaba invadiendo. Palideció intensamente y su corazón empezó a latir a un ritmo desesperado, quería salírsele del pecho.


-¿Detenido?... ¿Y por qué?...-atinó a balbucear. –


¡A donde lo tenemos que llevar, le darán todas las explicaciones! –Trompeteó el detective- Y si usted no se acuerda de lo que hizo, allá le refrescarán la memoria. ¡Vamos, levántese, que no tenemos que ir!


Mario intentó obedecer las tajantes órdenes del detective. Trató de levantarse, pero sus piernas no le obedecían, parecía clavado en el asiente. Al ver que el joven no se movía de su escritorio con la rapidez deseada, uno de los agentes extrajo su arma de la cintura y lo encañonó.


-¿Ya se va a rebelar? –Trompeteó- ¡Cuidado, que nosotros sabemos como tratar a los rebeldes! ¡Rápido, levántese, que lo vamos a requisar!


En vista de tan contundente argumento, el joven sacó fuerzas de donde no tenía, y apoyando las dos manos sobre el escritorio, se levantó.


-¡Salga de ese rincón! –Rebuznó el detective que esgrimía el arma- ¡Colóquese a este lado del escritorio! ¡Aquí, frente a nosotros!


Sin replicar una sola palabra, el detenido atendió el chorro de estentóreas órdenes. Llegó frente a los detectives y éstos le indicaron que levantara las manos y se colocara dándoles la espalda. En breves segundos, expertamente uno de ellos lo palpó a lo largo del cuerpo. Terminado el registro, exclamó:
-No está armado. Algo tiene a su favor… Vámonos de aquí.


El trato a punto de gritos, trompeteos y destempladas órdenes, había conseguido su objetivo: doblegar al prisionero, por lo que cuando escuchó la última orden, salió presurosamente de su oficina –A la que jamás regresaría- seguido por sus captores, y se dirigió a la salida.


La escena fue observada íntegramente por el auxiliar de Mario. En el poco tiempo que duró no dijo una sola palabra, pero no dejó de lanzar una que otra mirada de reojo hacia el escritorio de su superior. Alguna vez éste, llevado por su desespero y tal vez en busca de una inútil ayuda, lo había mirado directamente, pero el auxiliar inmediatamente desvió los ojos y fingió estar sumamente concentrado en unos documentos.


Cuando los tres hombres salieron de la oficina, asomó a sus labios una desdeñosa y triunfal sonrisa.


Obligatoriamente, los dos detectives y su prisionero tenían que pasar frente a la recepción. Adriana se quedó de una pieza cuando vio pasar raudamente a su amigo, flanqueado por los dos hombres que poco antes lo habían requerido. Frente a su escritorio, Mario gritó:


-¡Me llevan detenido! ¡Avise a mi casa!


-¿Este es el pájaro de cuenta? –preguntaron los detectives que esperaban afuera.


-¡Este es! –contestaron con voz triunfal los aprehensores.


La parte trasera del vehículo fue ocupada por Mario y sus dos captores. Los otros detectives tomaron asiento adelante y el auto arrancó. Por la vías que tomaban, Mario se dio cuenta que su destino era las oficinas de la policía judicial, en el barrio Belén.


Cuando llegaron, los primeros en descender del vehículo fueron los cuatro detectives. Uno de ellos, le ordenó secamente a Mario: -¡Sígame!- Y sin molestarse en comprobar que su orden fuera acatada, pues sabía que el reo estaba totalmente dominado, se internó en el edificio. Llegó al área destinada a los prisiones, abrió la reja de uno de los calabozos y con la mano libre le hizo una seña al joven, quién sumisamente se internó en la celda.


A los oídos del reo llegaron simultáneamente los ruidos que producían la reja al cerrarse y el cerrojo que se deslizaba hasta su tope.


El detective cerró el candado que aseguraba el calabozo y se dirigió a la oficina, pues tenía que dar el parte sobre la importante victoria que él y sus compañeros habían acabado de obtener contra tan peligroso enemigo de la sociedad. Al escribir su informe, no olvidó realzar el heroísmo y valentía que todos los detectives habían demostrado en pro de lograr tan importante captura.


Mario Bedoya, sentado en uno de los dos bancos de cemento, única dotación de la estrecha celda, y con la cabeza entre las manos, intentaba encontrar los motivos que habían llevado a las fuerzas del orden para, por primera vez en su vida, encerrarlo entre rejas.


Hizo un corto repaso mental de su vida.


Tenía veinticuatro años. Los primeros, hasta cuando terminó los estudios de bachillerato, los vivió al lado de su familia. Terminada esta etapa preparatoria, y debido a que el pueblo donde residía, y donde su padre ejercía su profesión, no contaba con ningún instituto de educación superior, se trasladó a Medellín e inicialmente se instaló en la casa de su abuela paterna.


Lamentablemente, sus primeros intentos en busca de cupo en alguna de las tantas universidades de la ciudad, fracasaron.


En vista de que la situación económica en casa de su abuela, pese a la ayuda que le brindaban dos de sus hijos, no era muy boyante, ayuda que Mario personalmente consideraba muy poca para la capacidad económica de sus tíos, decidió que tenía que encontrar alguna ocupación remunerada.


Su primer empleo lo obtuvo como conductor de una camioneta de reparto, propiedad de una empresa distribuidora de electrodomésticos.


“Aquí puede estar mi problema”, se dijo.


Aprendió a conducir en un pueblo y la indispensable licencia de conducción sólo la podía obtener en Medellín. Su experiencia era muy poca, por lo que creyó que no pasaría exitosamente los correspondientes exámenes, y entonces optó por una muy cómoda solución: le pagó a un intermediario, que se encargó de hacerle todos los trámites.


“Si por eso estoy aquí, debería esta acompañado por medio país”, reflexionó. También cayó en cuenta que la licencia de conducción la había obtenido cinco años atrás. Indudablemente que éste no era el motivo de su detención.
Continuó rememorando su vida.


Un año trabajó como conductor de la camioneta, hasta que en la sección de cartera de la misma empresa se presentó una vacante con salario superior al que devengaba, por lo que cogió la oportunidad de los cabellos. Poco a poco fue progresando, hasta que ascendió a jefe de la sección.


Cierto día, apareció en los periódicos de la ciudad un aviso por medio del cual una importante empresa solicitaba un jefe de cartera, a nivel nacional. El sabía que llenaba todos los requisitos exigidos en el aviso, por lo que escribió y su solicitud fue la elegida.


El nuevo trabajo era remunerado más ampliamente que el anterior. El necesitaba este mayor ingreso porque su padre poco antes había fallecido y él tenía que hacerse ahora cargo de su familia, que había quedado casi en la miseria.


Su madre, gracias a muy buenas relaciones, había conseguido que el Gobierno, en un tiempo record, le abonara su pensión de viudez, con la que pagaban el arrendamiento de la casa donde vivían, pues tras la muerte de su padre, habían decidido vivir juntos en Medellín. Las necesidades básicas de la familia las atendía él con su salario. Al recordar a su madre, las lágrimas intentaron fluir a sus ojos. Pensó que tal vez había errado cuando le dijo a Adriana que avisara de su situación. El golpe para su madre iba a ser terrible, pues todavía no se había repuesto de la sorpresiva muerte de su esposo, Miguel, quién fue inmejorable como compañero y padre.


En este somero repaso, Mario no pudo encontrar ningún hecho que lo hiciera acreedor a su actual situación.


Aunque, pensándolo bien, tal vez si había algo.


Cuando en las horas de la mañana conversó con el gerente, él, pretextando que se sentía indispuesto y con mucho dolor de cabeza, extrajo de una gaveta de su escritorio un apachurrado cigarrillo y en presencia de su subordinado lo encendió, extendiéndose entonces por la oficina un inconfundible olor a marihuana.


Tampoco este podía ser el detalle. A fin de cuentas, él no encendió el cigarrillo, ni pese al ofrecimiento de su superior, le dio ninguna fumada. Tampoco le hizo ninguna recriminación, porque él también alguna vez había probado la hierba, pero como no le encontró ningún aliciente especial, la dejó a un lado.


De sus cavilaciones lo sacó el ruido que hizo al abrirse la puerta de su calabozo. “Claro –pensó- todo esto no es más que un error y ya me van a dejar en libertad”.


Como un resorte, se levantó del banco y se dirigió a la puerta.


-¡Córrase para atrás… que le traje un compañero! –le espetó el policía que la abrió.


Desilusionado, el joven regresó al fondo de la celda. El policía le ordenó a quién lo seguía:
-Para dentro, Pacho.


-Gracias, hermano –contestó el nuevo preso- usted sabe que cuando se trata de invitaciones tan amables, yo no me hago rogar…


El policía colocó el candado en la puerta y se retiró.


-Buenas tardes, compañero –dijo el recién llegado- Creo que vamos a estar juntos algún tiempo, de modo que presentémonos. Mi nombre es Francisco –concluyó, extendiendo su mano derecha.


Ante esta mano tan amistosamente extendida, el joven reaccionó de una manera perfectamente normal, dadas las circunstancias. Estiró su mano derecha y tomó la que le ofrecían. Trató de pronunciar su nombre, pero un taco que tenía en la garganta desde el momento de su detención, se lo impidió. Estrechó por un rato la mano de su nuevo compañero, sin que de sus labios brotara ninguna palabra, hasta que al fin balbuceó:


-¡Ma…Mario Be…Bedoya!